Proclamado por la Asamblea General de Naciones
Unidas en junio de 2012,
celebramos hoy el día de la felicidad.
celebramos hoy el día de la felicidad.
La felicidad es un asunto de la moral, analizado
desde antiguo en los tratados de ética por los filósofos epicúreos, estoicos y
aristotélicos y presentándose hoy, muy abreviadamente, bajo la influencia de
kantianos, utilitaristas y pragmatistas. Pero, de hecho, y para ello no nos
hacen falta importantes teorías, coincidimos en que todos queremos ser felices
y hacemos cosas, del modo que sea, para conseguirlo. La cuestión está en
analizar si lo conseguimos o no, a pesar de las apariencias, y si hay unos
modos mejores que otros para conseguirlo.
El Pequeño Espasa nos dice que la felicidad es
un “estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien” y produce
satisfacción, gusto, contento. La Enciclopedia Oxford nos advierte que
“sentirse feliz”, (“The state of being happy”), está fundamentado en el desarrollo
de las potencialidades humanas, especialmente en la razón, propio del
eudemonismo aristotélico y distinto del utilitarismo hedonista, (S. Mill, J.
Bentham), aunque éstos juzguen los placeres más por su cualidad, (intelecto,
sentimientos, virtudes), que por la cantidad. El diccionario de María Moliner
la define como una situación del ser que en su vida hace lo que desea, y la
relaciona, como el diccionario Espasa de Sinónimos, con la alegría de vivir, el
optimismo, el gozo, la satisfacción, el bien, la prosperidad, el agrado, el
bienestar, la comodidad, la bonanza, etc., suponiendo que es eso lo que
deseamos. Heraldo de Aragón va ofreciendo periódicamente artículos sobre la
felicidad: el 31 de enero de 2014, “Ser infeliz es un hábito y por eso es más
fácil que ser feliz”; el 4 de febrero, un reportaje sobre el Laboratorio de la
Felicidad creado por una Universidad zaragozana; el 12 de febrero, “La
felicidad no viaja en ferrocarril. Un cambio en la actitud de los ciudadanos es
indispensable…”. Por otra parte, algunos moralistas contemporáneos relacionan
la vida feliz de cada persona con la justicia de la sociedad, aunque sea con
matices.
¿Cuál es el camino para lograr la felicidad?
“Cuanto con mayor afán se va hacia ella, más de ella se aleja si se equivocó el
camino… Busquemos lo que es mejor… no lo que es más socorrido y usual…“, nos
recomienda el cordobés Séneca y concluye “el bien del alma hállele el alma”. Es
decir, la felicidad es cuestión del “alma”, de decidir bien, de obrar bien,
pero no de tener cosas, no de consumismo, no de diversión a ultranza y menos de
corrupción, de engaño, de abusos, que es lo que nuestra sociedad nos está
haciendo creer que es el estado de bienestar. Sin duda son necesarias sin
discusión la salud, el alimento, el trabajo, la casa, etc. Pero si no hay,
además, desarrollo personal, crecimiento del “alma”, todo nos lleva a la
infelicidad, como podemos ver en los desastres vitales en los que la reciente
crisis nos ha metido, al perderse el tener, (colapso económico), y fallar el
ser, (escaso nivel de educación, de crecimiento espiritual, de interioridad, de
fortaleza personal).
Si queremos la felicidad de verdad, algo habrá
que cambiar.
La sociedad, el gobierno, no puede obligar al
ciudadano a ser feliz, (J. Locke), porque la felicidad entra en el campo de la
experiencia personal, de las decisiones, de la acciones. Pero sí que puede
exigir, en el marco de los derechos humanos reconocidos y del estilo de
convivencia deseado, el cumplimiento de ciertas normas justas aunque sean
mínimas. Los gobiernos sí que pueden atajar, perseguir y castigar al que no
obra socialmente bien, los malos comportamientos, las injusticias, la
corrupción, la agresividad, la competitividad, el paro, las nuevas
esclavitudes, el desastre de la emigración forzada, el engaño a los ciudadanos,
(hace poco escuchamos en el Teatro Principal a A. Camús en su “Malentendido”:
“no se puede ser feliz en el exilio o en el olvido”). A finales del s. XX mis
alumnos identificaban todo ese mal como causa de infelicidad, de inseguridad,
de desilusión, de disgusto, de pérdida de autoestima, de perjuicios a
inocentes. Extrapolamos lo que Carlos Cano, en su copla, reflexionaba sobre lo
mal que está en general la gente, a la que hay que ayudar sin más: “ya es
castigo suficiente- cantaba- tanta soledad en la gente, para encima desertar de
la felicidad”. Para mis alumnos,
sólo era bueno lo satisfactorio porque permite crecer como personas, porque
mejora la vida y porque produce armonía, entendimiento consigo mismo y con los
demás, buenas relaciones, ayuda a ser competente, no agresivo, etc.
Pero no se puede, ni se debe, perseguir o
castigar al que no sabe cómo ser feliz o equivoca el camino.
Estamos de acuerdo con el psicólogo E. Rojas que
nos pide un cambio hacia la limpieza y la coherencia personal, “el camino de la
felicidad pasa por haber ido resolviendo el fondo conflictivo que se hospeda
dentro de nosotros”.
Y para andar ese camino es fundamental la
educación, no una educación de saber cosas, que también, sino una educación del
alma, moral.
La sociedad sí que puede establecer educación,
metas y directorios pedagógicos para los ciudadanos y forzar un mínimo de
acciones socialmente justas para que cada cual pueda desarrollar todas sus
capacidades humanas en sus circunstancias vitales hacia su felicidad.
Por eso la educación, con permiso de políticos,
banqueros y sindicatos que tienen el dudoso privilegio de ponernos piedras en
el camino, es lo único que puede ayudar a hacer el cambio necesario hacia el
bien y la felicidad. Una educación que potencie valores, (recordamos ideas de
Adela Cortina), valores de crecimiento personal y, especialmente, valores
prosociales, virtudes tales como la cordura, la prudencia, la lucidez, el ser
crítico, la solidaridad, el cuidado de los otros, la magnanimidad, la
concordia, el corazón lúcido, la cooperación, evitar el sufrimiento de los
demás, sin dejar de lado las clásicas virtudes cardinales y, bajo la
perspectiva cristiana, la guía para la felicidad que nos ofrecen los evangelios
de S. Mateo y de S. Lucas en las bienaventuranzas: “felices los
misericordiosos, los que ansían ser justos, los de corazón limpio, los que
buscan la paz”. Tenemos muchos recursos ideológicos para ser felices en
filósofos, sociólogos, teólogos y psicólogos. Luego, cada cual los aplicará a
su propia vida como pueda.
Así pues, para ser feliz, más importante que
nada es la formación y la educación del carácter, de las emociones, de la
libertad personal, el desarrollo de la interioridad, de la espiritualidad, del
“alma”. Pero, entonces, ¿todo es mera emoción y nada de razón? Un término medio
será conveniente. Voltaire, en su “Historia de un buen Brahmín”, contrapone la
razón, que al final lleva a la duda y por tanto a la infelicidad, a la
ignorancia, que en sí no hace dudar de nada porque nada se cuestiona y así
parece dar la felicidad. Y no concluye nada. ¿Es más feliz el necio que no se
preocupa por nada o el sabio que se esfuerza en el conocimiento de la verdad? Y
más interrogantes a este tenor que podríamos plantear. Por su parte, Enrique
Rojas concluye que hay que buscar una felicidad razonable, pues el que no sabe
lo que quiere o a dónde va no puede ser feliz. La nueva educación debe enseñar
a valorar lo que hay que hacer en cada caso y, a la vez, siguiendo el hilo de
lo que hemos dicho, debe expulsar los vicios adquiridos. Para cambiar, hace
falta eliminar lo malo que nos habita y nos rodea para dar cabida o para sacar
lo bueno que hay en nosotros. ”O hacemos una alianza global para cuidar unos de
otros___ [o cambiamos de una vez]___ … o corremos el riesgo de
autodestruirnos”, certifica la Unesco en la Carta de la Tierra de 2003.
Concluyo
con palabras del poeta Salinas, (La felicidad inminente): “Para que llegue [la
felicidad] hay que irse separando, uno por uno, de costumbres, caprichos, hasta
quedarnos vacantes, sueltos… Quedarse bien desnudos, tensar las fuerzas
vírgenes dormidas en el ser, nunca empleadas… Y ser feliz es el hacernos campo
de sus paces”. (Publicado en Heraldo de Aragón. Zaragoza 2014 03 20. JLRM)