20 DE MARZO DÍA INTERNACIONAL DE LA FELICIDAD


Proclamado por la Asamblea General de Naciones Unidas en junio de 2012, 
celebramos hoy el día de la felicidad.



La felicidad es un asunto de la moral, analizado desde antiguo en los tratados de ética por los filósofos epicúreos, estoicos y aristotélicos y presentándose hoy, muy abreviadamente, bajo la influencia de kantianos, utilitaristas y pragmatistas. Pero, de hecho, y para ello no nos hacen falta importantes teorías, coincidimos en que todos queremos ser felices y hacemos cosas, del modo que sea, para conseguirlo. La cuestión está en analizar si lo conseguimos o no, a pesar de las apariencias, y si hay unos modos mejores que otros para conseguirlo.
El Pequeño Espasa nos dice que la felicidad es un “estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien” y produce satisfacción, gusto, contento. La Enciclopedia Oxford nos advierte que “sentirse feliz”, (“The state of being happy”), está fundamentado en el desarrollo de las potencialidades humanas, especialmente en la razón, propio del eudemonismo aristotélico y distinto del utilitarismo hedonista, (S. Mill, J. Bentham), aunque éstos juzguen los placeres más por su cualidad, (intelecto, sentimientos, virtudes), que por la cantidad. El diccionario de María Moliner la define como una situación del ser que en su vida hace lo que desea, y la relaciona, como el diccionario Espasa de Sinónimos, con la alegría de vivir, el optimismo, el gozo, la satisfacción, el bien, la prosperidad, el agrado, el bienestar, la comodidad, la bonanza, etc., suponiendo que es eso lo que deseamos. Heraldo de Aragón va ofreciendo periódicamente artículos sobre la felicidad: el 31 de enero de 2014, “Ser infeliz es un hábito y por eso es más fácil que ser feliz”; el 4 de febrero, un reportaje sobre el Laboratorio de la Felicidad creado por una Universidad zaragozana; el 12 de febrero, “La felicidad no viaja en ferrocarril. Un cambio en la actitud de los ciudadanos es indispensable…”. Por otra parte, algunos moralistas contemporáneos relacionan la vida feliz de cada persona con la justicia de la sociedad, aunque sea con matices.
¿Cuál es el camino para lograr la felicidad? “Cuanto con mayor afán se va hacia ella, más de ella se aleja si se equivocó el camino… Busquemos lo que es mejor… no lo que es más socorrido y usual…“, nos recomienda el cordobés Séneca y concluye “el bien del alma hállele el alma”. Es decir, la felicidad es cuestión del “alma”, de decidir bien, de obrar bien, pero no de tener cosas, no de consumismo, no de diversión a ultranza y menos de corrupción, de engaño, de abusos, que es lo que nuestra sociedad nos está haciendo creer que es el estado de bienestar. Sin duda son necesarias sin discusión la salud, el alimento, el trabajo, la casa, etc. Pero si no hay, además, desarrollo personal, crecimiento del “alma”, todo nos lleva a la infelicidad, como podemos ver en los desastres vitales en los que la reciente crisis nos ha metido, al perderse el tener, (colapso económico), y fallar el ser, (escaso nivel de educación, de crecimiento espiritual, de interioridad, de fortaleza personal).
Si queremos la felicidad de verdad, algo habrá que cambiar.
La sociedad, el gobierno, no puede obligar al ciudadano a ser feliz, (J. Locke), porque la felicidad entra en el campo de la experiencia personal, de las decisiones, de la acciones. Pero sí que puede exigir, en el marco de los derechos humanos reconocidos y del estilo de convivencia deseado, el cumplimiento de ciertas normas justas aunque sean mínimas. Los gobiernos sí que pueden atajar, perseguir y castigar al que no obra socialmente bien, los malos comportamientos, las injusticias, la corrupción, la agresividad, la competitividad, el paro, las nuevas esclavitudes, el desastre de la emigración forzada, el engaño a los ciudadanos, (hace poco escuchamos en el Teatro Principal a A. Camús en su “Malentendido”: “no se puede ser feliz en el exilio o en el olvido”). A finales del s. XX mis alumnos identificaban todo ese mal como causa de infelicidad, de inseguridad, de desilusión, de disgusto, de pérdida de autoestima, de perjuicios a inocentes. Extrapolamos lo que Carlos Cano, en su copla, reflexionaba sobre lo mal que está en general la gente, a la que hay que ayudar sin más: “ya es castigo suficiente- cantaba- tanta soledad en la gente, para encima desertar de la felicidad”.  Para mis alumnos, sólo era bueno lo satisfactorio porque permite crecer como personas, porque mejora la vida y porque produce armonía, entendimiento consigo mismo y con los demás, buenas relaciones, ayuda a ser competente, no agresivo, etc.
Pero no se puede, ni se debe, perseguir o castigar al que no sabe cómo ser feliz o equivoca el camino.
Estamos de acuerdo con el psicólogo E. Rojas que nos pide un cambio hacia la limpieza y la coherencia personal, “el camino de la felicidad pasa por haber ido resolviendo el fondo conflictivo que se hospeda dentro de nosotros”.
Y para andar ese camino es fundamental la educación, no una educación de saber cosas, que también, sino una educación del alma, moral.
La sociedad sí que puede establecer educación, metas y directorios pedagógicos para los ciudadanos y forzar un mínimo de acciones socialmente justas para que cada cual pueda desarrollar todas sus capacidades humanas en sus circunstancias vitales hacia su felicidad.
Por eso la educación, con permiso de políticos, banqueros y sindicatos que tienen el dudoso privilegio de ponernos piedras en el camino, es lo único que puede ayudar a hacer el cambio necesario hacia el bien y la felicidad. Una educación que potencie valores, (recordamos ideas de Adela Cortina), valores de crecimiento personal y, especialmente, valores prosociales, virtudes tales como la cordura, la prudencia, la lucidez, el ser crítico, la solidaridad, el cuidado de los otros, la magnanimidad, la concordia, el corazón lúcido, la cooperación, evitar el sufrimiento de los demás, sin dejar de lado las clásicas virtudes cardinales y, bajo la perspectiva cristiana, la guía para la felicidad que nos ofrecen los evangelios de S. Mateo y de S. Lucas en las bienaventuranzas: “felices los misericordiosos, los que ansían ser justos, los de corazón limpio, los que buscan la paz”. Tenemos muchos recursos ideológicos para ser felices en filósofos, sociólogos, teólogos y psicólogos. Luego, cada cual los aplicará a su propia vida como pueda.
Así pues, para ser feliz, más importante que nada es la formación y la educación del carácter, de las emociones, de la libertad personal, el desarrollo de la interioridad, de la espiritualidad, del “alma”. Pero, entonces, ¿todo es mera emoción y nada de razón? Un término medio será conveniente. Voltaire, en su “Historia de un buen Brahmín”, contrapone la razón, que al final lleva a la duda y por tanto a la infelicidad, a la ignorancia, que en sí no hace dudar de nada porque nada se cuestiona y así parece dar la felicidad. Y no concluye nada. ¿Es más feliz el necio que no se preocupa por nada o el sabio que se esfuerza en el conocimiento de la verdad? Y más interrogantes a este tenor que podríamos plantear. Por su parte, Enrique Rojas concluye que hay que buscar una felicidad razonable, pues el que no sabe lo que quiere o a dónde va no puede ser feliz. La nueva educación debe enseñar a valorar lo que hay que hacer en cada caso y, a la vez, siguiendo el hilo de lo que hemos dicho, debe expulsar los vicios adquiridos. Para cambiar, hace falta eliminar lo malo que nos habita y nos rodea para dar cabida o para sacar lo bueno que hay en nosotros. ”O hacemos una alianza global para cuidar unos de otros___ [o cambiamos de una vez]___ … o corremos el riesgo de autodestruirnos”, certifica la Unesco en la Carta de la Tierra de 2003.
 Concluyo con palabras del poeta Salinas, (La felicidad inminente): “Para que llegue [la felicidad] hay que irse separando, uno por uno, de costumbres, caprichos, hasta quedarnos vacantes, sueltos… Quedarse bien desnudos, tensar las fuerzas vírgenes dormidas en el ser, nunca empleadas… Y ser feliz es el hacernos campo de sus paces”. (Publicado en Heraldo de Aragón. Zaragoza 2014 03 20. JLRM)